DICIEMBRE 21

¡Oh, profundidad de las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! Rom. 11:33
Debajo de la superficie de la tierra hay grandes profundidades de agua que proveen los arroyos de aguas, de fuentes y hondos manantiales que salen por los valles y por las montañas. Hay verdad física en ello y, sobre todo, verdad espiritual. Porque las profundidades tienen también bendiciones para nosotros. Las cosas profundas de Dios, que traspasan la comprensión del hombre natural: «... Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, Ni han subido en corazón de hombre, Son las que Dios ha preparado para los que le aman.»1Cor. 2.9
¡Qué profundidades son éstas! La profundidad de su presencia y consuelo eterno, la profundidad de su concierto que arroja un arco iris sobre el oscuro misterio del mal, ordenado en todo y seguro, la profundidad de un amor que quisiera descender a la vergüenza y agonía, que quiso mejor cargar con nuestros pecados que perdernos, la profundidad de su maravillosa paciencia que no se cansa en medio de nuestra petulancia molesta y frecuentes apostasías... ¡Ah, qué profundidades son éstas! ¡Hay en que pensar! Cuán insensatos somos así alimentando en sentido exterior, dejando que la visión espiritual se oscurezca por falta de uso; y llegamos a conocer tan poco del gran abismo que llamamos Dios, que nos rodea como el mar de verano lo hace con el islote de coral que flota sobre su superficie. Estas son cosas en que los ángeles desean ver, y se detienen para mirarlas; pero desafortunadamente rehusamos imitarlos, y trocando la actitud del apóstol, miramos las cosas que se ven antes que a las cosas que no se ven y que son eternas...
No debemos esperar que podamos recibir estas profundidades preciosas de Dios, a menos que nos dediquemos a ÉL. Es necesario separarnos de la filosofía del mundo: No viviendo ya según los criterios del tiempo presente; al contrario, cambiando nuestra manera de pensar para que así cambie nuestra manera de vivir. Rom.12.2 No preocupados de lo exterior y temporal(fama,amor al dinero, vanagloria), sino cultivando aquel carácter interior, que confiesa que su verdadero hogar está más allá de las estrellas; que su propósito es hacer la voluntad de Dios, y que su ambición más alta es ver la sonrisa del Maestro, cuando dice: «¡Bien hecho, siervo bueno y fiel... Entra en el gozo de tu SEÑOR!».
Y una vez negados a muchas cosas por la única cosa: EL SEÑOR y Dios, no sólo hay una gran paz en el corazón, sino que hay una apreciación creciente de las profundidades de ÉL, que parecen como más grandes, más reales, preciosas, y satisfactorias, tanto, que extasian el alma con su fascinación, separándola aún más de las vanidades pasajeras. Estas dos índoles accionan y reaccionan. Por un lado escogemos la felicidad de vida separada, porque Dios nos manda hacerlo; y por otro lado mientras más sabemos de ella, más nos alejamos de los deleites con que el mundo atrae a sus adoradores, y decimos como el salmista: «SEÑOR, mi corazón no es orgulloso, ni son altivos mis ojos; no busco grandezas desmedidas, ni proezas que excedan a mis fuerzas. Todo lo contrario: he calmado y aquietado mis ansias. Soy como un niño recién amamantado en el regazo de su madre. ¡Mi alma es como un niño recién amamantado!». Salmo 131:1-2. - F.B. Meyer