JULIO  8

13.10.2022

"Porque el SEÑOR tu Dios te introduce en la buena tierra, tierra de arroyos, de aguas, de fuentes y de manantiales, que brotan en vegas y montes....tierra en la cual no comerás el pan con escasez, ni te faltará nada en ella....Y comerás y te saciarás, y bendecirás al SEÑOR tu Dios por la buena tierra que te habrá dado." Deuteronomio 8:7-10

¡Qué bella perspectiva! ¡Qué visión más esplendorosa! ¡Qué contraste más marcado con Egipto, que quedaba atrás, y con el desierto que habían atravesado! La tierra del SEÑOR estaba delante de ellos en toda su hermosura y lozanía, con sus collados cubiertos de viñedos y sus valles que destilaban miel, con sus fuentes impetuosas y sus arroyos fluentes. ¡Cuán refrescante pensar en las vides, las higueras, los granados y los olivos! ¡Que diferencia con los puerros, cebollas y ajos de Egipto! ¡Sí, cuán diferente todo! Era la tierra de propiedad del SEÑOR; esto bastaba. Contenía y producía todo lo que podían necesitar. En la superficie, rica profusión; debajo, indecibles riquezas, tesoros inagotables.

¡Cuán impaciente debía estar el israelita fiel por entrar en ella, por cambiar las arenas del desierto por esa magnífica heredad! Es verdad que el desierto tenía sus profundas y benditas experiencias, sus santas lecciones, sus preciosos recuerdos. Allí habían conocido al SEÑOR como no habrían podido conocerlo en Canaán; todo esto era verdad y así podemos comprenderlo; pero, a pesar de todo, el desierto no era Canaán, y todo verdadero israelita estaría impaciente por asentar las plantas de sus pies en la tierra de promisión; Moisés describe aquella tierra con trazos que levantan el ánimo, dice: «Tierra en la cual no comerás el pan con escasez; ni te faltará nada en ella». ¿Qué más podía decirse? Tal era el gran hecho sobre aquella buena tierra en la que la mano del amor contractual estaba a punto de introducirles. Todas sus necesidades serían divinamente satisfechas. El hambre y la sed serían allí desconocidos. La salud y la abundancia, el gozo y la alegría, la paz y la prosperidad habían de ser la herencia garantizada al Israel de Dios en esa hermosa heredad a la cual estaban a punto de entrar. Todo enemigo había de ser vencido, todo obstáculo quitado; la «buena tierra» iba a derramar sus tesoros para que usaran de ellos; regada abundantemente por la lluvia y calentada por la luz solar, había de producir en rica abundancia todo lo que el corazón podía desear.

¡Qué país! ¡Qué herencia! ¡Qué hogar! Ahora bien; Moisés habla de la tierra según el punto de vista divino. La presenta como dada por Dios y no como poseída por Israel. Lo que constituye una inmensa diferencia. Según su encantadora descripción no había en Canaán ni enemigo ni mal alguno; nada sino fertilidad y bendición de un extremo al otro. Eso es lo que debió haber sido y lo que será con el tiempo para la simiente de Abraham, en cumplimiento del pacto hecho con sus padres, el nuevo y perpetuo pacto fundado en la gracia soberana de Dios, y ratificado con la sangre de la cruz. Ningún poder de la tierra puede impedir el cumplimiento de la promesa de Dios. «Él dijo, ¿y no hará?» (Núm. 23:19). Dios cumplirá al pie de la letra todo lo que ha prometido, a despecho de la oposición del enemigo y a pesar de la lamentable caída de su pueblo. Aunque la descendencia de Abraham ha fallado enteramente tanto bajo la ley como bajo el gobierno, a pesar de esto, el Dios de Abraham les dará gracia y gloria, porque las promesas y dádivas de Dios son hechas sin arrepentimiento.

Moisés entendió perfectamente todo esto. Conoció cómo cambiarían las cosas para los que estaban delante de él y para sus hijos después de ellos durante muchas generaciones; por eso miró adelante, a aquel porvenir luminoso en el cual el Dios del pacto desplegaría, a la vista de todas las inteligencias creadas, los triunfos de su gracia en sus dispensaciones para la descendencia de Abraham, su amigo. Entretanto, y no obstante lo dicho, el fiel siervo del SEÑOR, continúa exhortando a la congregación y señalándole cómo tendrían que comportarse en la buena tierra en la que estaban a punto de asentar sus pies. En cuanto hubo hablado del pasado y del presente, quiso también referirse al futuro; quiso aprovechar todo en su santo esfuerzo por recordar al pueblo todo lo que debían a ese bendito Dios que tan bondadosamente y con tan tierno cuidado les había guiado en su peregrinación y que iba a hacerlos entrar y plantarlos en el monte de su heredad. Oigamos su conmovedora y poderosa exhortación.

«Y comerás y te saciarás, y bendecirás a Jehová tu Dios por la buena tierra que te habrá dado» ¡Qué sencillo! ¡Qué hermoso! ¡Cuán moralmente apropiado! Saciados con el fruto de la bondad de Jehová, debían bendecir y alabar su santo nombre. Él se complace viéndose rodeado de corazones rebosantes del dulce sentimiento de Sus bondades y que estallan en cánticos de alabanzas y de acción de gracias. Él habita entre las alabanzas de su pueblo. Él dice: «El que sacrifica alabanza me honrará» (Sal. 50:23). La más débil nota de alabanza de un corazón agradecido asciende como oloroso incienso al trono y al corazón mismo de Dios. Recordemos, es tan cierto para nosotros, como lo fue para Israel, que la alabanza es conveniente y placentera. Nuestro primer privilegio es el de alabar al SEÑOR. Nuestro mismo aliento debería ser un aleluya. El Espíritu Santo nos exhorta en varios pasajes a este bendito y muy sagrado ejercicio. «Ofrezcamos, pues, por medio de él, un continuo sacrificio de alabanza a Dios, es decir, el fruto de labios que confiesa su nombre» (Hebr. 13:15). Debemos recordar siempre que nada es tan agradable al corazón de Dios y nada glorifica tanto su nombre como un espíritu de adoración y gratitud por parte de su pueblo.

Bueno es hacer el bien y ayudar con lo que poseemos. Dios se complace con tales sacrificios. Es nuestro elevado privilegio, siempre que tengamos oportunidad, de hacer bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe. (Gál. 6:10). Somos llamados a ser canales de bendiciones entre el amoroso corazón de nuestro Padre y toda clase de necesidades humanas que se nos presentan en nuestra senda diaria. Todo esto es muy cierto, pero no debemos olvidar nunca que el sitio supremo está asignado a la alabanza. Ella ocupará nuestras facultades purificadas durante la eternidad, cuando los sacrificios de activa beneficencia ya no serán necesarios. -Charles Mackintosh