NOVIEMBRE 15

Porque de cierto les digo que, mientras existan el cielo y la tierra, no pasará ni una jota ni una tilde de la ley, hasta que todo se haya cumplido. Mateo 5:18
Es más fácil que pasen el cielo y la tierra que uno punto de la ley de Dios pueda fallar. Nos enseña el SEÑOR, sobre la inspiración y la permanente autoridad de las Escrituras, la verdad de ellas y cada letra de cada palabra es vital y será cumplida. Las Escrituras tienen una fuente viva, un poder viviente ha presidido su composición; de ahí su alcance infinito y la imposibilidad de separar una parte cualquiera de su relación con el todo, ya que un solo Dios es el centro vivo del cual todo fluye; un solo Cristo es el centro viviente alrededor del cual se agrupan todas sus verdades y al cual ellas se refieren aunque con glorias variadas; y un solo Espíritu es la savia divina que lleva el poder desde su fuente en Dios hasta las más pequeñas ramas de la verdad que lo une todo, dando testimonio de la gloria, la gracia y la verdad de Aquel al que Dios presenta como el objeto, el centro y la cabeza de todo lo que está en relación con él mismo; de Aquel que, al mismo tiempo, es Dios sobre todas las cosas, eternamente bendito (Rom. 9:5).
Cuanto más hemos seguido esa savia hasta llegar a su centro, desde el cual hemos tendido nuestras miradas a su extensión e irradiaciones, a partir de las últimas ramificaciones de esta revelación de Dios, por la que fuimos alcanzados cuando estábamos lejos de Él, tanto más descubrimos su infinidad y nuestra propia debilidad para comprenderla. Aprendemos, bendito sea Dios, que el amor que es la fuente de ella se encuentra en una perfección sin mezcla y en el pleno desenvolvimiento de sus manifestaciones que han llegado hasta nosotros, aun en nuestro estado de ruina. El mismo Dios, perfecto en amor, se muestra en todas sus partes. Pero las revelaciones de la sabiduría divina en los consejos por los que Dios se ha dado a conocer permanecen siempre para nosotros un objeto de investigaciones, en las que cada precioso hallazgo aumenta nuestro entendimiento espiritual y hace que la infinidad del todo, y el modo cómo esa infinidad sobrepasa a todos nuestros pensamientos, nos sean cada vez más evidentes".
Las Escrituras tienen un valor inapreciable en estos tiempos en que tantos hombres están dispuestos a tratar con desdén al sagrado volumen. La Palabra de Dios habla por sí misma; se recomienda por sí misma; habla al corazón, alcanza aún las grandes raíces morales de nuestro ser; penetra hasta las más íntimas profundidades de nuestra alma, nos muestra lo que somos; habla como ningún otro libro podría hacerlo. Así como la mujer Samaritana llegó a la conclusión de que Jesús era el Cristo, porque "le dijo todo lo que ella había hecho" (Juan 4:29), nosotros también podemos decir respecto de la Biblia: ella nos dice todo lo que hemos hecho.
Sin duda; es por la enseñanza del Espíritu que podemos discernir y apreciar la evidencia y credenciales con las que la Escritura se presenta a nuestros ojos; con todo, ella habla por sí misma y no tiene necesidad del testimonio humano para ser preciosa al alma. No debemos basar nuestra fe en la Biblia sobre un testimonio favorable del hombre, como tampoco debemos permitir que se tambalee cuando un testimonio humano le sea contrario. Si Dios no puede hacerme comprender lo que dice, si no puede darme la seguridad de que Él mismo es quien habla, es como si Él no me hubiese hablado en absoluto. ¿Nos ha dado Dios una revelación? La incredulidad dice: "No". La religiosidad y el fanatismo dicen: "Sí, pero no puedo comprenderla sin la guía de un hombre". Tanto en un caso como en otro nos vemos privados del inestimable tesoro de la preciosa Palabra de Dios, y de este modo la incredulidad y la religiosidad, tan diferentes en apariencia, convergen en un solo punto: privarnos de la revelación divina.
Mas, bendito sea Dios por habernos dado una revelación. Él ha hablado, y su palabra puede llegar al corazón y al entendimiento. Dios puede dar la certeza por Su Espíritu de que Él es quien habla, y para ello no tenemos necesidad de ninguna intervención de autoridad humana. No necesitamos de ninguna candileja para ver que el sol resplandece. Los rayos de ese glorioso astro tienen bastante luz por sí mismos como para que sea necesario pretender ayudarles con tan mísero recurso. No tenemos más que ponernos al sol para quedar convencidos de que brilla. Si nos ponemos bajo techo o en un subterráneo, es seguro que no sentiremos su influencia. Exactamente igual sucede con la Escritura: si nos colocamos bajo las influencias glaciales y tenebrosas de la religiosidad o de la incredulidad, no experimentaremos el poder luminoso y fecundo de esta divina revelación.- Charles Mackintosh